Cuando el arte
homenajea al arte, sólo podemos quedarnos absortos, despojados del ánimo ante
tal grandeza. Cuando se trata de Lola Flores y Federico García Lorca sólo
podemos dejar que las emociones hablen
Lola Flores
transmitía como nadie. En su voz había emoción y nos atravesaba con
sentimientos que se colocaban en el interior sacudiéndonos, sin dejarnos
indiferentes. En su réquiem a Federico García Lorca, Lola recita los versos de Rafael
de León, con los que nos atrapa, hipnotiza y hechiza. La cantaora es intención,
significado y pasión en cada movimiento, en cada mirada y en cada gesto.
La actuación
de la cantaora es como una liturgia. Un ritual en el que a través de la misma
conseguimos despojarnos del dolor, la ira y la pena por la muerte del poeta.
Cada zapateo, cada mirada, cada mano agarrando el mantón bruscamente y cada
verso recitado desde las entrañas, nos habla. Las palabras quejías por Flores
impactan en el pecho generándose un dolor que se aferra en el interior hasta
que en un movimiento eléctrico de bata de cola y de chasquido de los dedos,
expulsamos junto con el arte de la faraona,
la rabia, el desconsuelo y la incomprensión del por qué nos apartaron tan
pronto del poeta granadino. Un quejío que nos retumba en nuestro interior
cuando nos recita apenadamente el “que se
ha muerto la nata de la canela”.
Lola Flores
era fuerza, temperamento y actitud. Una voz honda, que salía de los adentros.
También, intencionalidad. Con su mirada y sus gestos llenos de significado,
nos explicaba todo lo que no nos podía
explicar su cante. Y al llegar al verso final [“como gemía dentro de su esqueleto, la poesía”] se resquebraja nuestro
interior ante un cúmulo de emociones. Es cuando entendemos que Lorca no escribía
poesía, sino que era poesía, y que Lola no era artista, sino arte.
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