Imagen y composición propia |
Hace unos meses leyendo un prólogo de Frankenstein de Mary Shelley reflexioné
en torno aquellos clásicos de la literatura, el cine o incluso de la pintura que
se conocen por ser referentes en la cultura, pero sobre los que nunca la gente pone
los cinco sentidos en ellos. Clásicos que pocos han leído, visto, o
ni siquiera contemplado, a pesar de que su éxito les ha hecho popularizarse y
ser conocidos por todo el mundo. Si pensamos en clásicos de la literatura como Orgullo y Prejuicio o Hamlet, probablemente un gran número de
personas, con unos estudios elementales, lo reconocerán, pero serán muy pocos
los que los habrán leído. El cine en el caso de Orgullo y Prejuicio o una cita existencialista extraída de cuajo
de la novela de Shakespeare son los causantes de que estas dos obras de la
literatura se conozcan. Lo mismo sucede en el cine, las películas obsesivas de
Hitchock son reconocidas por casi todo el mundo, aunque solo los cinéfilos
verdaderos son los que han visionado la película entera. ¿Quién a estas alturas
no ha visto la escena de Psicosis? Y
en pintura, la historia se repite. La
Gioconda, o más conocida como Mona
Lisa, el Guernica o La Venus de Botticelli son pinturas que
todos han visto en forma de fotografía y creen haber visto la real.
Con esto observamos que los clásicos en la
cultura se popularizan, aproximándose a la sociedad mediante diversos medios,
normalmente los de masas, convirtiéndose en ocasiones en mitos que están
inseridos en el saber de las personas de a pie, o lo que coloquialmente se ha
denominado como “cultura general”. El hecho de acercar la cultura no tiene por
qué ser negativo, la parte triste es cuando clásicos cargados de reflexión se
quedan en la anécdota del título, la cita o la versión cinematografiada. O si
no lean Frankenstein y verán cómo es
algo más que un atípico monstruo.
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